
El cuento de la criada es una novela distópica de la escritora canadiense Margaret Atwood. La edición que leí para esta reseña está en el inglés original, sin embargo existe una edición en castellano publicada por la editorial Salamandra. Podéis también seguir a Atwood en Twitter o visitar su web oficial.
Desde que se publicó por primera vez en 1985, El cuento de la criada ha pasado a ser probablemente la más conocida de las novelas de Margaret Atwood. Además de ser muy bien recibido en su momento, se trata de un libro que también ha tenido un reciente renacer comercial gracias a la serie televisiva de Hulu estrenada este mismo año. No es la primera adaptación que se hace de esta obra, ya que existe también una película de 1990 con Miranda Richardson de protagonista, que pasó sin pena ni gloria entre otras cosas porque minimizaba gran parte de los aspectos más interesantes de la novela en favor de una subtrama romántica.
Otro de los motivos que explican el resurgimiento de esta obra yace también en el momento cultural que vivimos ahora, con lo que se hace más relevante que nunca su contenido abiertamente feminista y su muy evidente discurso sobre los roles de género, un discurso que constituye la columna vertebral del argumento. Este ya seguramente lo habrán escuchado ya: la novela está ambientada en un futuro cercano en la ficticia República de Gilead, una sociedad totalitaria y ultra-religiosa formada tras el colapso de los Estados Unidos ante distintos problemas como la contaminación, la guerra nuclear y una aparente plaga de infertilidad. La característica más evidente y terrible de esta nueva sociedad ha sido la total subyugación de las mujeres, a las que se ha despojado de todo derecho. La novela es la narración de una de ellas, perteneciente a la casta de las “criadas”, mujeres en edad fértil cuya función radica en procrear hijos para la casta superior.
Por este argumento El cuento de la criada es a menudo citada como un ejemplo de ciencia-ficción distópica o incluso post-apocalíptica, aunque al respecto hay que decir que la recreación de ese mundo (muy rico en detalles y muy interesante de leer por lo bien construido que está) no constituye el principal foco de atención o disfrute de la novela. Por el contrario, Atwood dosifica severamente la información sobre Gilead y prefiere abordar el argumento desde una perspectiva intimista construyendo un relato en primera persona y centrándose de forma casi exclusiva en la inmediatez de su personaje principal, de forma muy similar al tocado que esta lleva en la cabeza y que le permite ver únicamente aquello que se encuentre frente a ella.
Pero este punto de vista es también una de las cosas más interesantes del libro en sí ya que ofrece un tono por otra lado poco habitual en este tipo de historias: una de las cosas que me parecieron más interesantes de la novela es que el personaje principal, Defred (literalmente “de Fred”, un nombre temporal que determina su condición de propiedad del hombre al que sirve), vive los inicios de esta sociedad totalitaria, por lo que todavía recuerda los tiempos anteriores a esta y se pregunta constantemente cómo se llegó hasta ese punto y cómo fue que perdieron sus libertades, una pregunta que sin embargo nunca es respondida del todo y que precisamente por eso hace de la novela algo que se sigue sintiendo muy actual.
Todo esto está además contado con un estilo muy frío y funcional, de frases cortas y con una narración muy contenida que evita la grandilocuencia pero que precisamente por eso resulta en ocasiones tan inquietante por la forma en que se llegan a describir situaciones horribles sin necesidad de adorno o truculencia alguna. Como decía arriba la descripción de los rituales y costumbres de la sociedad de Gilead está muy dosificada, ya que el mundo de las mujeres en esta novela es deliberadamente limitado por su condición, pero existen detalles que en cierta forma permiten entrever un contexto de totalitarismo y servidumbre que afecta no sólo a las mujeres sino también a los hombres, quienes también se ven aplastados por ese sistema que niega todo tipo de sentimientos.
Lo más interesante de todo esto es que precisamente ese tono frío y contenido concuerda perfectamente con el que para mí es uno de los principales temas de la novela como es el de la resistencia; aquí no hay épica ni heroísmo, al menos no de la manera que se suele encontrar en este tipo de historias; la odisea de Defred habla más bien sobre la capacidad de resistencia interior, sobre la espera, sobre su búsqueda de pequeños espacios de libertad y sobre todo de su negación a ser destruida moral y psíquicamente, algo que se nos muestra como una posibilidad constante (aparte de las autoridades, el mayor peligro al que el personaje se enfrenta es el suicidio).
Creo que mi único problema con el reciente resurgir de esta novela ha sido el hecho de que en muchas ocasiones la he visto “vendida” como una novela de ciencia-ficción distópica, lo cual podría dar pie a una idea errada en cuanto a su accesibilidad. En muchos sentidos no es una novela fácil de leer puesto que como lector te niega deliberadamente la satisfacción argumental que suelen dar obras más convencionales, y ese tono seco y pausado que tiene (al menos en su idioma original, no he leído la traducción) puede que no sea del agrado de todo el mundo. Incluso hay un curioso epílogo metanarrativo que aunque muy apropiado teniendo en cuenta el tono y tema de la novela, puede resultar algo anticlimático, como si Atwood nos hubiese estado preparando para algo que finalmente no termina de llegar. Pero todo esto al final es secundario ya que estamos hablando de un libro con muchas posibles lecturas, uno que sólo ahora he leído por primera vez pero al que sin duda hay que volver.
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